Tijuana. Casi 150 migrantes centroamericanos, incluyendo familias y niños, se rehusaban a ser desalojados forzadamente de la bodega donde se resguardaban. Este es el relato de las primeras 24 horas del desalojo del albergue Contra Viento y Marea. Migrantes y refugiados desarmados, frente a medio centenar de policías, abogando por un techo para pasar el invierno.

La mañana del 4 de enero, los casi 150 migrantes y refugiados del Albergue Contra Viento y Marea recibieron una visita poco amistosa. Medio centenar de policías, con cascos y escudos, rodearon el albergue, alzaron una barrera metálica de cinco pies de altura y bloquearon el libre tránsito de quienes se encontraban dentro del lugar. Llevaban una orden de clausura y la misión de desalojarlo.
Me encontraba realizando un voluntariado con la organización Ángeles de la Frontera. Cada mañana, llegaba a la oficina para organizar donaciones que personas de todas partes de Estados Unidos enviaban. Las donaciones eran distribuidas en diferentes albergues en Tijuana, donde se encontraban casi 5,000 migrantes y refugiados. La mayoría, había llegado a la ciudad, principalmente por medio de las caravanas centroamericanas.
Esa mañana, mi colega Leticia recibió un mensaje por WhatsApp de uno de los migrantes del albergue Contra Viento y Marea. Estaban bajo la amenaza de un desalojo forzado y pedían la presencia de prensa y voluntarios, para que fuesen observadores de la situación.
Llegamos a Tijuana. El albergue estaba a unos cinco minutos en carro del cruce vehicular de la frontera. Estaba tan cerca de territorio estadounidense que mi celular aún tenía señal telefónica. Pasamos de largo por las primeras patrullas policiales que bloqueaban la calle, varios metros a la redonda. Los policías nos vieron pasar. Algunos voluntarios de la organización ya se encontraban adentro, lo que facilitó nuestra entrada.

La tensión de la situación era evidente. El punto máximo era la barrera formada justo en la entrada del albergue. Hacia afuera, estaba el centenar de policías, con sus trajes azul oscuro, sus cascos y sus escudos. Hacia adentro, estaban los migrantes y refugiados desarmados, con su desgastada ropa, sus gorros para el frio y a penas con unas cuentas pertenencias. Era una frontera creada por la situación, por un portón de metal, por órdenes que pocos entendían, por su nacionalidad. Policías mexicanos, frente a migrantes y refugiados centroamericanos.
El albergue también era conocido como “La Bodega”. De hecho, realmente era una bodega de 3,800 metros cuadrados. Los migrantes y refugiados abogaban por vivir en un espacio tan simple como una bodega diseñada para almacenar mercancía. Era un edificio gris. Tenía un portón sucio, pintado de rojo, con un grafiti que decía en mayusculas «Te amo». A un lado del portón, se veía una pequeña ventana. Abajo de esta, se leía una pancarta que anunciaba que el lugar estaba en renta.
En el lugar, había decenas de tiendas de campaña pequeñas, una reserva de alimentos, una cocina improvisada y unos baños inservibles. Ante la falta de infraestructura humanitaria en Tijuana, los migrantes y refugiados duermen durante semanas, o meses, en tiendas de campaña incluso al aire libre. Este grupo, al menos tenía un techo. Un techo que estaba a punto de perder.
Desde la segunda planta de la bodega, varios migrantes observaban el bloqueo, mezclados entre mantas con mensajes en inglés como: “Emigrar no es ilegal, es una necesidad”, “Este no es un problema de Centroamérica, sino de todos”, “Cuando los americanos vienen a nuestros países, nosotros no los bombardeamos”. En el primer piso de la bodega, la prensa y voluntarios acompañaban a los migrantes y refugiados que alzaban otros carteles pidiendo solidaridad ante la situación. Al fondo, se escondían las familias y niños.
El Oficial de la Policía Federal a cargo de la misión argumentó que el desalojo se llevaba a cabo por condiciones de insalubridad y que las personas podían trasladarse al albergue gubernamental El Barretal. La policía ofrecía dos buses para trasladar a quienes cedieran. El Barretal era un viejo edificio, anteriormente utilizado como discoteca, donde se albergaban unos 2,000 centroamericanos. Decenas de ellos dormían en tiendas de campaña, en el parqueo al aire libre. Tres semanas antes, el 18 de diciembre, desconocidos lanzaron una bomba lacrimógena dentro de ese albergue, mientras los migrantes dormían. Se rumoraba que El Barretal también tenía fecha de clausura.

Los migrantes argumentaban que las condiciones de insalubridad habían sido propiciadas a propósito por el gobierno de Tijuana. Les habían cortado el servicio de agua y de recolección de basura, lo que había complicado el aseo del lugar. También, pedían que se respetara un acuerdo anterior: “sabemos que el albergue es temporal y todos nos iremos, pero pedimos que se respete el acuerdo de poder estar aquí hasta el 24 de enero” dijo uno de sus voceros, ante la prensa. Sin embargo, su petición más importante era una: mantenerse juntos. «Hemos caminado desde nuestros países juntos. Ellos son lo único que tengo aquí, son como mi familia. Yo no me voy a un albergue sola», me dijo una joven hondureña de 23 años de edad.
Pasaron las horas y nadie tenía claro qué acontecería, ni qué procedimiento seguir. La incertidumbre, “la guerra psicológica” como lo llamaban algunos migrantes solo se agudizaba. La tensión de que la policía utilizara la fuerza era tan evidente, como el desconocimiento total de cuáles eran sus derechos en tal situación. Algunos migrantes, especialmente familias, comenzaron a abandonar el lugar. Otros, cargaban sus mochilas siempre, en caso tuvieran que salir repentinamente.

Como trabajadora humanitaria, traté de conversar con algunos migrantes con el objetivo de bajar la tensión. Un señor hondureño de unos 50 años, muy delgado y de piel morena, me mostró fotos de los trofeos que había hecho en un trabajo que recién había encontrado en Tijuana. Su meta era llegar a Estados Unidos, pero su estadía por México había sido más larga de lo que pensaba. Tenía una visa humanitaria que el Gobierno Mexicano le había otorgado, lo que le permitía trabajar y sustentar sus gastos allí. Ese día por el desalojo no había podido asistir a su trabajo. Esperaba que en unas horas la situación se solucionara, los policías se fueran y él pudiera salir a ganarse el pan diario.
Otro señor, también muy delgado y con piel quemada, tomó una pequeña guitarra y comenzó a cantar. Un joven salvadoreño se paseaba en el lugar, con un perro café de peluche.
A un lado, estaban cuatro mujeres de unos 45 años. Eran salvadoreñas. Caminaban por todos lados juntas, como si fuesen comadres. Se habían enterado de la caravana por las noticias en la televisión y cada una se unió en algún punto diferente. “Primero, en El Salvador está bien peligroso”, me dijo una de las señoras que vendía en un mercado y que pagaba extorsión. “Segundo, por la pobreza. Uno trabaja todo el día para ganar $5 que no alcanzan”, añadió. Las señoras coincidían en que no imaginaban quedarse estancadas en Tijuana durante tanto tiempo. Pensaban que al llegar a la frontera en caravana, cruzarían juntos con mayor facilidad. «Yo pensé que solo íbamos a cruzar de un solo», dijo una de ellas.
Conversé con una joven hondureña de 25 años. En Honduras, su pareja la golpeaba violentamente. Ella había tratado de irse de su casa reiteradas veces, pero el agresor la buscaba. La violaba frecuentemente y la encerraba con llave en su propia casa. La joven era madre de una niño de cuatro años que se había quedado en Honduras, bajo el cuidado de su abuela. Había tenido a su hijo por cesárea. Días después del parto, su pareja la golpeó tan fuerte que la herida se abrió. Regresó al hospital inmediatamente, donde contó que se había caído y se había golpeado con un mueble. Tuvo miedo de denunciar al agresor, por temor de que le hiciera más daño a ella o a su bebé. Cuando supo de la caravana decidió huir hacia Estados Unidos para pedir asilo. Me contó que cuando llegó a Tijuana, no sabía que estaba embarazada, hasta que tuvo un aborto espontáneo, resultado del esfuerzo físico del viaje, la mala alimentación y el estrés.
También, conocí a una joven salvadoreña. Era baja de estatura, como yo, pero tenía el cabello rizado. Cuando supo que yo también era salvadoreña, llamó a otros dos jóvenes salvadoreños y con alegría les dijo: «Pregúntenle de dónde es». En los albergues, suelen haber voluntarios provenientes de Estados Unidos o de México, principalmente. Comprendí que para ellos era muy valioso que otro salvadoreño los acompañara en estas situaciones. Hablamos de lugares comunes en el país y al final, me dijeron que querían pupusas.
Durante esas pocas horas, conocí un poco más sobre la dinámica del grupo. Se auto identificaban como caravaneros, al haber llego por medio de las caravanas. Habían nombrado personas a cargo de servir la comida y de custodiar la medicina. Habían identificado voceros que los representaban: un joven hondureño de unos 30 años y su padre, un señor de unos 60 años. Incluso, tenían una mamá: una mujer hondureña de unos 40 años, que decía dar la vida por ellos. En todo momento, La Mamá siempre se mostró serena. También, tenían respeto hacia la policía. Según decían, la Policía Federal también los había cuidado en otros momentos, durante su tránsito por México. “Yo he caminado con ellos, desde que entraron a territorio mexicano”, dijo un policía. En ocasiones, veía a migrantes platicar con los policías y hasta hacer bromas con ellos. También los veía reclamarles por lo que estaban haciendo.

Así pasaron las horas y caía la noche. La policía comenzó a presionar. Bloqueó el libre tránsito al lugar. Las personas podrían salir del albergue, pero no podrían regresar. No podían ni salir a utilizar los baños portátiles que una organización había donado. Los voluntarios pusieron recipientes con arena para ser usados como baños improvisados, pero fueron decomisados por los agentes. Salir del lugar implicaba quedarse afuera y separarse del grupo. La restricción aplicaba a todos, sin excepción. El grupo perseveraría para mantenerse adentro.
Llegó la noche. Era invierno y la bodega no tenía calefacción, ni condiciones para soportar las bajas temperaturas. Apenas había luz. Lo único que ayudaba a pasar el frio era el café que los responsables de la cocina preparaban, en unas cocinas de gas que habían sido donadas por voluntarios. Dado que nadie podía salir libremente, los voluntarios pasaban comida sobre las barreras de seguridad. La primera provisión de comida fue nueve cajas de pizza que voluntarios enviaron. A pesar de que la pizza no era suficiente para todos, los migrantes decidieron compartirla con los policías que custodiaban. “Pasenle pizza a la policía” gritó un migrante, “ellos solo hacen su trabajo” agregó. Luego, la organización World Kitchen llevó un par de bandejas de comida mexicana. Rápidamente, los migrantes hicieron una fila, mientras que tres mujeres servían la comida en el ajetreo. Los niños iban primero.
El Oficial a cargo de la misión indicó que podían pasar la noche en el lugar. Era, al menos, un alivio temporal. Permitiría el uso de los baños portátiles, pero daría de plazo hasta el siguiente día a las 11:00 a.m. para que desalojaran. La restricción al libre tránsito seguía vigente. Si alguien salía, no podría regresar. Pusieron un candado en el portón para evitar que los migrantes lo cerraran, lo cual empeoró el sentir del frio durante toda la noche. Los migrantes hicieron turnos para custodiar, durante toda la noche y la madrugada.

Llegada la media noche, una joven migrante salvadoreña nos insistió, a mi colega Leticia y a mí, que descansáramos. Nos había preparado un espacio para dormir, con un par de sábanas sobre el suelo. Cuando me acosté, sentí que algo calló sobre mí. La joven había buscado otra sábana y me había arropado. “Para que no pase frio”, me dijo.
Durante la madrugada, la lluvia empeoró aún más la sensación del frio. A pesar de eso, varios voluntarios, refugiados y migrantes estaban acampando fuera del albergue, como símbolo de apoyo. La policía había aprovechado un par de descuidos de los voluntarios para expulsarlos de la bodega. Por ejemplo, uno de los periodistas se acercó a la barrera divisoria. Los policías lo empujaron y lo expulsaron. A pesar de argumentar de que lo habían sacado contra su voluntad, no lo dejaron regresar. Se quedó acampando fuera del lugar. A los migrantes les preocupaba la intención de la policía de sacar a la prensa y observadores del lugar. Pensaban que al quedarse solos, no dudaría en terminar su misión a toda costa.
Durante la madrugada, con apoyo de un par de abogados, los migrantes interpusieron un amparo, ante la orden del desalojo. La misión para el día siguiente sería ganar tiempo, hasta recibir una respuesta. Nada garantizaba que la respuesta fuera favorable, pero ellos se aferraban a la posibilidad de quedarse. Deseaban permanecer en ese lugar, donde podían estar juntos, donde ya habían ajustado una dinámica de coordinación entre sí. El puerto de entrada para pedir asilo estaba cerca, así que quienes tenían un número de espera para presentar su caso podían ir a preguntar con más facilidad cuándo era su turno. Además, planeaban mantener el lugar para recibir a otros migrantes y refugiados que llegaran a Tijuana, para que no tuvieran que dormir en los parques y en las calles, como este grupo hizo en un principio.
Pasó la primera noche.
Al siguiente día, por la mañana, el Oficial reiteró la advertencia de que tendrían hasta las 11:00 a.m. para dejar el lugar. Sin embargo, en medio de la crisis y sin poder salir libremente, había sido imposible encontrar un albergue donde el grupo pudiera trasladarse. Los voceros aprovecharon la prensa que se había hecho presente. Sacaron una mesa y unas de sillas. Discutieron quienes se sentarían a hablar ante la prensa. Insistieron que al menos una mujer tenía que estar con ellos. Iniciaron la rueda de prensa. Pidieron desesperadamente el apoyo de organizaciones internacionales o de sociedad civil para encontrar un lugar para trasladarse, pidieron la solidaridad de la ciudad de Tijuana. Pidieron que fueran respetados sus derechos y que los dejaran en paz.
La policía también estaba colaborando en la tarea. Brindaron el contacto de una organización internacional y propusieron acompañar a migrantes y voluntarios a buscar opciones de albergues. Sin embargo, ningún albergue tenía espacio para recibir a todo el grupo. Algunos, recibirían solo a las mujeres y niños, pero dejarían desamparados a los hombres.
La solución era necesaria.

El El grupo de migrantes convocó una plenaria. Se reunieron en la segunda planta. Exigieron a todos los migrantes y refugiados estar presentes para buscar un acuerdo. Las mujeres llevaron incluso a sus niños. No había una solución clara. Su plan era ganar tiempo hasta recibir la respuesta del amparo, esperando que fuera a su favor. Pero temían que, cumplido el plazo, la policía los desalojara por la fuerza. Entonces, tenían que prepararse para ese escenario. Hicieron un acuerdo entre sí: no responderían con violencia. Pensaban que la policía no podía utilizar la fuerza si ellos no daban una excusa para hacerlo. La Mamá dijo con voz firme: “vamos a resistir, pero vamos a resistir en paz”. Acordaron que ellos mismos sacarían del lugar a aquellos migrantes que irrespetaran el trato.
Conforme se acercaban las 11:00 a.m., los centroamericanos comenzaron a prepararse. Varios empacaron sus mochilas y hasta sus tiendas de campaña. Las pocas familias y niños que aún quedaban comenzaron a esconderse. La tensión subía.
A las 10:30 a.m., entró al albergue un hombre francés que había ayudado al grupo anteriormente. Comenzó a sacar las cocinas, contra la voluntad de los migrantes. Histérico, argumentaba que él había gestionado la donación de esas cocinas y era responsable de que no les pasara nada. Las mujeres le argumentaban que no se las llevara, que las necesitaban. Yo traté de explicarle que esas cocinas era el único alivio para pasar el frio en ese lugar, pero respondió que no era su problema, que él era responsable de que no les pasara nada. La policía lo ayudó a sacarlas. Era un hombre blanco europeo discutiendo contra migrantes y refugiados centroamericanos, en medio del desalojo de su albergue. Era el peor momento para un gesto de tan poca empatía.
La hora se acercaba. Algunos migrantes buscaron mascarillas médicas, para utilizarlas contra el gas pimienta de la policía. En un momento, mi colega Leticia me gritó que necesitaba más mascarillas. Junto a ella, estaba una niña y un niño de unos 10 años. Las mascarillas eran para ellos. Le dio una a cada uno y ellos se fueron corriendo hasta el fondo del albergue. Luego, Leti cortó una sábana en varios pedazos y lo repartió entre los que aún faltaban, para que cubrieran su rostro. También, me dio el mío.
Nos habíamos preparado para recibir las bombas de gas lacrimógeno. Esperábamos que no fuera necesario.

El reloj marcó las 11:00 a.m. El plazo dado por la policía se había cumplido. Varios migrantes y refugiados se sentaron en el piso. Junto a ellos, en las primeras filas, se sentó un grupo de voluntarios jóvenes provenientes de Estados Unidos. La mayoría de los voluntarios eran mujeres. Otros migrantes estaban parados, con sus mochilas. Los niños y mujeres estaban atrás. Las únicas armaduras que estas personas tenían eran sus mascarillas médicas y sus celulares, con los cuales grabarían lo que aconteciera. Un voluntario proveniente de California estaba a la par mia contando por medio de su cuenta de Onstagram que el desalojo estaba a punto de iniciar. “La policía está entrando, la policía ya entró“ decía.
La policía, con su equipo, se posicionó en la puerta. Luego de unos minutos, comenzaron a entrar.
Oficial entró con su megáfono y dijo que todos debían de salir, que el tiempo se había agotado. Expresó que ellos también estaban cansados de la situación y que habían tratado de dialogar hasta ese momento. Más oficiales entraron y comenzaron a caminar entre las tiendas de campaña, y entre los migrantes. Yo sostenía el pedazo de tela que Leticia me había dado, con una mano, y mi celular, casi sin batería, en la otra mano. En esos breves momentos, el corazón latía fuerte. Leti estaba junto a mí. Me vio, sonrió y me pregunto: ¿Todo bien? todo bien, le respondí.
Lo que pasó después, ha sido de los momentos más significativos que he vivido.
Con todo el miedo que los migrantes y refugiados tenían, con toda la tensión que habían pasado, con todo el cansancio mental y físico que acarreaban desde que salieron de sus países, decidieron guardar silencio y observar. Mientras la policía se paseaba por el lugar con sus equipos, ellos solo observaban y guardaban silencio. Solo había silencio. Los veían pasar. Los migrantes y refugiados no responderían, ellos no querían violencia. Estaban haciendo justo lo que la Mamá había dicho que harían: resistir en paz.
La policía no tenía motivos para usar la fuerza. La policía tampoco utilizaría la fuerza.
Pasaron unos cuantos minutos. Los ojos de los migrantes seguían clavados en los policías y sus armaduras. El estrés comenzó a diluirse.
Las mujeres entraron a la cocina y comenzaron a limpiar. Seguramente, para distraer su mente. Uno de los pocos migrantes nicaragüenses buscó todos los pepinos, tomates y limones y comenzó a cortar. Me contó que en Nicaragua le gustaba pasar su tiempo libre cocinando. Realmente, tenía mucha destreza con el cuchillo. Preparó una ensalada que fue un éxito para calmar los estómagos hambrientos de sus compañeros. Los dos niños de las mascarillas, llegaron a pedir su plato.
Así, pasaron las primeras 24 horas del desalojo, en las que estuve presente. Solo 24 horas de una vida cotidiana de sobrevivencia y de incertidumbre que los migrantes y refugiados enfrentan. La resistencia pacífica duró seis días en total. La resolución del amparo nunca llegó. Fueron seis días sin que las personas pudieran salir libremente. Seis días que implicaron la búsqueda constante de un albergue, hasta que el pastor de una iglesia hizo los ajustes pertinentes para recibir a casi 80 personas que aún quedaban.
Han pasado cinco meses desde entonces. La identidad del Contra Viento y Marea aún existe. Con apoyo de voluntarios, los migrantes y refugiados fundaron un comedor autónomo que sirve comida gratis a sus compañeros que lo necesitan. Algunos migrantes del grupo continúan allí. Otros fueron deportados. Unos, quizás, han cruzado la frontera. Otros siguen esperando su turno para pedir asilo. La incertidumbre se ha convertido en su aliada.
Escrito por Karla Castillo. Este texto refleja exclusivamente sus opiniones personales.