¡Buenos días, niña Karlita! Me decía, todas las mañanas, mientras se movía por toda la oficina ligeramente, para tener todo limpio y ordenado lo antes posible. Parecía que alguien estaba persiguiéndola. Andaba para arriba y para abajo todo el día, no importaba si estaba cansada o enferma. Nunca la vi sentarse. Un par de veces la encontré comiendo una semita salvadoreña, con media taza de café, a escondidas. Su escondite favorito era la esquina de la oficina, donde se lavaban los trapeadores. Cuando yo también quería esconderme, sabía dónde ir. Llegaba a platicar con ella, -allá atrás- donde nadie nos veía. Entonces, ella sacaba un pedazo de pan de su reserva y me lo regalaba. ¡Una peperecha! Yo la disfrutaba tanto. La disfrutaba porque, además de ser un poco adicta a esas cantidades de calorías, era un trozo de pan que ella había comprado, con tanto esfuerzo.
Su nombre era Niña Mary, bueno, Mary, pero el «Niña» se lo había ganado a pulso, para denotar todo el cariño que le tenía. Era una señora muy pobre y humilde. Una señora chaparrita y morenita. Era la «señora de la limpieza», la que nos ayudaba a tener todo en orden, la que nos preparaba café todas las mañanas, la que siempre andaba con la cabeza baja y la que me ponía rosas y flores bonitas el día de mi cumpleaños. Niña Mary era madre soltera y trabajaba duro para sacar adelante a sus tres hijas.
La mayor de sus hijas se llamaba Clara. Tenía 25 años, al igual que yo. Para entonces, yo ya había acabado la universidad y tenía varios meses trabajando, mientras que Clara apenas había logrado acabar el bachillerato nocturno. Le había tomado varios años hacerlo, porque había tenido que abandonarlo varias veces, por falta dinero y por verse en la necesidad de trabajar para apoyar a su familia. Clara soñaba con ir a la universidad. Quería ser maestra de parvularia, pues le encantaban los niños. Por lo que Niña Mary me contaba, me temo que sería difícil que lo lograra, pues aún había dos niñas menores a quien costear el estudio y demás costos de vida. «Pero vamos a ver cómo hacemos», me decía Niña Mary, cada vez que hablábamos del tema. Niña Mary ignoraba por completo que había nacido en una trampa de pobreza que le estaba jugando, a ella, y a sus hijas, una jugada muy difícil.
Esa misma trampa de pobreza que las obligó a vivir en ese pueblo donde vivían. La misma trampa de la pobreza que seguramente había desintegrado hogares por la migración en busca de oportunidades, que seguramente había limitado el deseo de muchos jóvenes de estudiar, trabajar, o divertirse. La misma trampa de la pobreza que con el tiempo fue ganando la voluntad de muchos jóvenes, y los llenó de resentimiento, los hizo vulnerables y buscaron maneras de protegerse de las circunstancias, maneras para sobrevivir un entorno tan injusto. Y las encontraron. Quizás de la única manera en que esa estúpida trampa les permitió: la violencia. Y así, ese pueblo, en algún lugar de El Salvador, se convirtió en uno de los miles de lugares dominados por las pandillas. Pandillas cada vez más organizadas y más fuertes, que están destruyendo familias enteras.
A las pandillas no les importó que David, el único hijo «varón» de Niña Mary era quien sacaba adelante a la familia, trabajando muy duro en la agricultura. Tampoco les importó todo el amor que su madre y sus hermanas le tenían, y que asesinarlo dejaría una familia pobre y humilde sin su único motor para salir adelante: su familia misma.
«Un día fue al mercado y nunca volvió», me contó Niña Mary, mientras trató de contener el llanto. El pueblo donde Niña Mary y su familia vivían estaba controlado por un bando de una pandilla; mientras que los alrededores estaban controlados por la banda contraria. Aunque David no pertenecía a ninguna de ellas, era el blanco perfecto de cualquiera de estos grupos: un muchacho joven, pobre y vulnerable que tiene que transitar entre territorios contrarios. La cuestión es que su pueblo era tan pobre, tan olvidado por el Estado y la sociedad, que a penas había un par de casas distantes entre sí, y con suerte, una tiendita donde lo único que podía encontrar era saldo para el celular. ¡Ah! Y, obvio, Coca Cola . Era imposible no salir de su pueblo para trabajar, o para comprar comida u otras necesidades básicas. Era imposible no cometer ese pecado capital que le costaría la vida: transitar entre territorios de pandillas contrarias de donde él vivía. Un día, le costó la vida.
Ese día, David le dijo a Niña Mary que iría a comprar algunos productos al mercado. Aunque ya había sido advertido, simplemente no podía vivir, a sus 19 años, encerrado en cuatro paredes. Ese día pensó que quizás la pandilla no se lo tomaría tan en serio, pero se equivocó. Desde ese día, Niña Mary y sus tres hermanas siguen extrañándolo y necesitándolo. Lo único que les queda para recordar su rostro son un par de fotos desgastadas. «Este es mi hijo», me dijo, sacando de su billetera una foto de él, sonriendo.
«Hace un año fue eso, y yo siempre tengo la esperanza que algún día regresará» me dijo Niña Mary. ¿Qué le decía yo? ¿Que lo espere cuando muy al fondo, ella y yo, sabemos lo que pasó? Solo me quedé callada, con la impotencia de saber que ella es otras de las miles de personas que se han vuelto invisibles en la sociedad, y que el hecho de haberle demostrado que me importaba, y escucharla por unos minutos, hizo que me tuviera la confianza de contarme una parte tan dura de su vida.
Gracias, Niña Mary, por las rosas, por el café, por esos pedazos de pan que me regalaba y por trabajar tan duro por sus hijas. Perdóneme, porque soy parte de una sociedad sumida en el miedo que no sabe cómo recuperar la tranquilidad y que tiene miedo de levantar la voz y trabajar por un país más justo. Por un mundo donde usted no tenga que esconderse para hablar, ni donde tengan que arrebatarle sus hijos de esta manera. Perdóneme, porque no sé cómo salir de esta trampa del miedo.