La última vez que escribí fue hace casi dos año, para desahogar el dolor de una madre, amiga mía, que había perdido a su hijo a causa de las pandillas. Usualmente escribo cuando mi cuerpo ya no puede sostener un garabato de ideas, emociones, agradecimiento o decepciones. Sin tiempo, ni estilo, ni forma. Desde hace mucho, necesitaba hacerlo, pero al mismo tiempo me negaba a hacerlo. Es más fácil dejarse llevar por el ruido del día a día que escucharse a uno mismo.
Esta vez no tengo un tema en especial. Mas bien, quiero escribir para reflexionar conmigo misma sobre mi aprendizaje y desaprendizaje de los últimos años. Creo importante poner un punto en la página. Hacer una pausa y ver hacia atrás para saborear los recuerdos, el dolor y la alegría que he dejado atrás, pero que han formado una nueva versión de mí misma.
Quizás la manera de comenzar sea recordarme a mí misma hace unos años: la Karla que navegaba en una universidad con un entorno socioeconómico muy distante al suyo. Una Karla sumisa, con miedo a decir lo que pensaba. Una chica que se paralizaba cuando tenía una pregunta en clases y no encontraba el valor para levantar su mano. Sin olvidar, la salvadoreña costumbrada al acoso callejero, y que le daba pena contarle incluso a su mamá cuando un hombre la agredía sexualmente en la calle. Una jóven completamente alienada por la rutina de productividad, donde despertarte a las 8:00 a.m. era un pecado mortal, y que sacrificaba cualquier minuto de descanso y recreación para trabajar en sus causas sociales.
Ahora, tengo una Karla igual de acelerada, que aún sigue poniendo más carga en su canasta de lo que debería, pero más consciente de sus posibilidad, y a quien su cuerpo y su mente le exigen que pare y que respire. Una Karla que actúa a pesar de la inseguridad (porque la inseguridad siempre está) y que cuestiona un poco más las reglas que le han impuesto. Una chica que le exige respeto a los hombres acosadores y que se obliga a levantar la mano cuando quiero expresar una opinión. Una ciudadana más empoderada sobre sus derechos y sus deberes.
A ambas Karla, le agradezco.
De todos estos cambios creo que hay uno más evidente: el amor hacia mí misma. Fueron años para dejar de pensar que cuidarme a mí era egoísta y una pérdida de tiempo. De alguna manera, me aferré a la frase «Ama a tu prójimo» y entré en un círculo donde estaba dispuesta a abandonar hasta mi último momento de descanso por una causa o por quienes me rodeaban. Hasta que entendí la frase completa «ama a tu prójimo, como a ti misma». Pequeño detalle. Eso implica que antes debía de amarme a mí misma. Obviamente, me pasó factura y me cobró muchas lágrimas. Me las sigue cobrando. Mi cuerpo se negó a continuar, incluso contra mi voluntad. Mi estabilidad emocional se quebró. Mi tranquilidad desapareció.
Además de los factores personales, también se sumaron factores externos. Uno de ellos es que comencé a trabajar más de lleno en temas de derechos humanos. Sentí el trago amargo cuando me reconocí como un sujeto de derechos, que nunca había estado consciente de ellos. Claro, me habían enseñado a decir que tenía derecho a la alimentación, a una familia, a un nombre, a la libertad, pero nunca me enseñaron qué significa eso, ni menos cómo hacerlos valer. Por medio de mi trabajo en la atención a víctimas de violencia, aprendí también sobre el concepto de «autocuido».
Esas palabras: derechos humanos y autocuidado no estaban en mi mapa mental, hace algunos años. Tuve la oportunidad de poder estudiar una carrera universitaria y de formarme como «una profesional». Sin embargo, había aprendido sobre economía, negocios, productividad pero nunca sobre Derechos Humanos. Verme como un sujeto de derechos fue un quiebre necesario. Comencé una etapa de autodescubrimiento y a aprender que decir lo que pienso y hacer lo que quiero, sin estereotipos, es mi derecho. Me ayudó a comprender que no es correcto callar mis verdaderos sentimientos, para dejar que los demás estén bien. Entendí que como mujer no soy el actor débil de una relación, ni el que debe soportar sumisamente el machismo impregnado en la sociedad. Aprendí que nadie va a cuidar de mi mente y de mi corazón, como yo puedo hacerlo.
Exigir nuestros derechos es en sí mismo un derecho y un deber. Si quiero servir a otros, primero necesito estar bien conmigo misma. Si quiero luchar por los derechos de los demás, también debo velar por los mios. Me debo respeto y me debo amor. Me pido una disculpa por haberme dejado de último, durante tantos años. El aprendizaje continúa.